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miércoles, 26 de mayo de 2010

ZAMBIA


Toda ella es un salto, un salto como canto a la vida. Salta cuando lleno su comedero; salta cuando le pongo agua fresca; salta cuando descuelgo la correa para llevarla a pasear. Salta cuando llegamos a la calle, salta cuando se cruza con un hombre, una mujer, un niño, otro perro. Salta cuando llego a casa, salta cuando está contenta, salta cuando está enfadada, salta cuando quiere alcanzar algo, salta simplemente porque quiere y porque puede. Salta, salta, salta y yo observo fascinada (y agotada) ese cuerpecillo de sólo tres meses, todo energía y ganas de vivir.


A veces me enfado con ella (se come mis libros, el papel higiénico, las flores artificiales que puse en el mueble de la entrada, mi camiseta preferida, los cojines…) y le grito y hasta le doy unos azotes con el periódico enrollado. Entonces corre a refugiarse bajo el sofá y desde allí, agazapada, me mira con sus ojos grandes y castaños, esa mirada límpida y triste, esa mirada de incomprensión porque yo no me hago cargo de que es sólo una cachorra y que tal es su naturaleza y que, a pesar de su deseo de complacerme, no puede dejar de ser ella misma. “Estoy cansada”, le digo. Y parece que anoche me comprendió, porque amontonó los cojines y se tendió sobre ellos, y cuando después de cenar me senté a su lado (unos minutos de televisión intrascendente para descansar mente y cuerpo antes de dormir), me dio una breve serie de lametones y se quedó allí quieta, hasta que nos fuimos a dormir.

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